DE CUANDO MIES VAN DER ROHE SE COLÓ POR EL ÓCULO DEL PANTEON
A BORDO DE LA CASA FARNSWORTH
(de la precisión de las medidas)
"Y es que Mies van der Rohe era alemán. Y como se le metiera una idea en la cabeza no había quien se le resistiera.
Y un buen día cuando un alumno americano le objetó sobre la precisión de las dimensiones de su casa Farnsworth, él respondió, en un momento de inspiración que su casa cabía por el óculo del Panteón de Roma. Es más, se inventó, dándole la vuelta a la Historia, y creyéndoselo sin inmutarse el estudiante, que el arquitecto del Panteón había hecho el óculo tomando como pauta las medidas de la casa Farnsworth del maestro. Y así ocurrió lo inimaginable.
Fue en la primavera de 1964. Dos meses antes de su mítico viaje a España. Todos los estudiantes de arquitectura del mundo estaban expectantes ante las dobles pantallas de sus Escuelas.
En la primera pantalla, en conexión directa con Roma, el Panteón. Tantas veces estudiado y admirado e incluso visitado. Sabían bien su historia que tantas veces les habían contado. De cómo el bronce de su pórtico había sido sacrificado por Bernini en ras de su espléndido baldaquino. Y de cómo el mismísimo Velázquez había expuesto allí, en el Panteón, el increíble retrato de su criado Pareja con el que la academia de San Lucas no pudo negarse a aceptarle como miembro.
Y además sabían, por que lo habían leído en las memorias de Adriano de M. Yourcenar, que “el disco del día reposaba allí como un escudo de oro”.
Los estudiantes de arquitectura tenían claro que era un espacio grandioso. Tan grande les parecía que, por contraste, pensaban seriamente en la pequeñez del óculo por el que el sol arrojaba aquel dorado escudo. Y deducían que ese reducido tamaño del óculo era lo que hacía que les pareciera tan grande aquel recinto de universal belleza.
El panteón siempre servía de referencia. Lo único que no sabían, nadie se lo había dicho ni a ellos hasta ahora les había interesado demasiado, eran sus exactas medidas.
En la segunda pantalla, en conexión directa con el espacio sideral, la casa Farnsworth volaba veloz y serena por el aire. Con sus sillas y todo. Y sobre todo y sobre todos el mismísimo Mies van der Rohe pilotando tan arquitectónica nave. Sentado en su silla Brno tapizada en cuero negro, se estaba fumando un puro que ni se lo saltaba un torero. Se le veía disfrutar dirigiendo el artefacto espacial que, flotando, flotando, o eso al menos decía él, viajaba triunfante a lo largo del tiempo y del espacio. No en vano le había costado más de 6 años su precisa concepción y su perfecta construcción.
Los estudiantes lo sabían todo sobre la casa Farnsworth. Sabían como solicitar permisos a Palumbo para poder visitarla. Casi todos ellos lo habían hecho. Incluso alguno había vadeado el río Fox para acceder a aquella maravilla espacial cuando, últimamente, los permisos eran más difíciles.
Lo que sabían menos, pues le daban menos importancia, eran sus exactas medidas.
A los incrédulos alumnos de Arquitectura, de esa materia tan precisa que ellos creían tan difusa, se les había dicho que Mies van der Rohe (¡demasiado antiguo, demasiado clásico!) pretendía aterrizar con su casa-nave en el centro del esférico espacio romano.
Se planteaban aquellos estudiantes, que sería una escena gloriosa, digna de un buen “blade runner” cuando la ligera nave espacial, pura tectónica, rompiera la pesante masa estructural, estereotómica pura de aquella arcaica construcción.
Significaría algo así como el triunfo de la nueva arquitectura sobre la antigua. O eso al menos pensaban ellos, porque no les cabía la menor duda de que se estrellaría.
Porque ¿cómo una casa tan magnifica y tan magnificada, tan grande, iba a caber por aquel pequeño óculo por donde el sol se metía en el Panteón?
Los dos sistemas de monitores coordinados funcionaban multiplicados por mil a través de los miles de pantallas que inundaban presidiéndolas, los vestíbulos de todas las Escuelas de Arquitectura que en el mundo son, en espera de tamaño acontecimiento. Se acercaba inminente el revolucionario momento.
Y llegó la hora H. y se produjo entonces el milagro. La paradigmática casa Farnsworth pilotada por Mies van der Rohe, atravesó impecable, sin tocarlo ni mancharlo, el pequeño óculo del panteón.
Todos respiraron aliviados. Y todos rompieron, rompimos a aplaudir desaforadamente. Con vivas a Mies, a Adriano y a la Arquitectura.
Por que era la arquitectura por mor de la medida, la causante de aquel prodigio que no era tal, sino el sencillo exigible a cualquier arquitecto, conocimiento preciso de las dimensiones de las cosas. Mies, bien preciso él, bien que lo sabía.
Las dimensiones del panteón con sus 43,5 metros de diámetro de su esfera interior y los 9,5 metros de diámetro el disco del óculo hacen perfectamente factible que la casa Farnsworth, que mide 9 metros de ancho entre sin problema, volando, por aquel divino orificio.
En definitiva, qué bien les hubiera venido a aquellos estudiantes de arquitectura, y a éstos, el conocer bien la medida de las cosas. Para no llevarse sorpresas. Ni tan buenas como la relatada, ni tan malas como las que llenan nuestras ciudades.
Para entender que la arquitectura es la traducción precisa, medida y exacta, de aquellas ideas que alguien pudiera creer remedidas y confusas.
Que la arquitectura, que siempre es material, necesita, porque toda materia tienen medida, que alguien la defina con precisión y eficacia.
Y ese alguien son los arquitectos, que deben conocer bien la medida de las cosas.
A los estudiantes de arquitectura, que conocen bien las medidas de su habitación y de su clase y de su Escuela, se les podría proponer entonces que pusieran en juego su imaginación. Y que se metieran en edificios famosos, conocidos tan sólo a través de los libros, para llegar al conocimiento preciso de sus exactas medidas.
Descubrirían entonces que Gunnard Asplund, emulando la peripecia relatada de Mies, volando en alas de su Biblioteca de Estocolmo, lograría acoplar su gran cilindro, si fuera capaz de llegar a Granada, en el cilindro vacío del hermoso patio renaciente del palacio de Carlos V.
En cualquier caso no sería mala conclusión de toda esta historia el que todos los estudiantes de arquitectura, y todos los arquitectos, llevaran siempre consigo una cinta métrica, o ese pequeño instrumento moderno capaz de medir por medio de haces luminosos o sónicos.
Y una brújula y una plomada que, lejos de ser antiguas son, como la luz y la gravedad mismas, eternos asuntos."
Fragmento del libro: Aprendiendo a pensar. Alberto Campo Baeza. edit.Nobuko. 2008
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